Nuestra turista compulsiva preferida, Puy Trigueros, nos cuenta su experiencia sensorial en Marruecos.
Un viaje a Marruecos te permite poner a prueba todos tus sentidos. Es un país vecino, pero con un aire y unas formas más cercanas al exotismo oriental de los países del Golfo Pérsico que a la vieja Europa con la que sueñan muchos de sus habitantes. Un rápido viaje en barco de una hora desde Tarifa te traslada prácticamente en el tiempo.
A pesar de algunos aires de modernidad, las fábricas españolas y de otros países que se agolpan en torno al puerto franco de Tánger, y los esfuerzos del guía local por vender los avances económicos y sociales facilitados por Mohamed VI, lo cierto que el viaje a Marruecos te traslada a otro continente, a otra cultura y a otra dimensión temporal.
Aun así, o precisamente por eso, confieso que el país me ha fascinado. No era un destino que a priori me interesara mucho y por ello creo que fui con los poros abiertos dispuesta a ver qué me ofrecía, con pocas expectativas y creo que es lo ideal porque es entonces cuando el destino te sorprende a cada paso. Marruecos es un país para vivirlo con todos los sentidos, uno por uno, y en el que incluso hay un sexto sentido que ni conocemos que se estimula para volver soñando con otra oportunidad para volver a disfrutarlo en otra ocasión. Es un viaje a la alcance de cualquiera por la proximidad y por el precio. Nosotras optamos por un circuito de Atrápalo: Ciudades Imperiales y el viaje de una semana en MP y hoteles de 4 estrellas por 360€ en pleno agosto.
La vista
La vista es el sentido más fácil de estimular en los viajes. En todos vemos paisajes diferentes, colores distintos. El color de las ciudades marroquíes es gris cemento, que contrasta con los bde las ropas, los puestos de las medinas y los dorados de los palacios. El campo, sin embargo, es verde intenso como el color del islam y sus monumentos religiosos.
Nuestros largos viajes por carretera en autobús nos permitieron ver los intensos contrastes que tiene el país desde los enormes barrios de protección oficial que rodean las ciudades principales (recuerdan cierta burbuja inmobiliaria sucedida más al norte) los inmensos campos de todo tipo de cultivo, la costa atlantica rica en bancos piscícolas codiciados por los vecinos europeos, pero también rica en playas casi desiertas. Al desierto y al alto Atlas no llegamos, pero lo apunto en pendiente.
Incluso en el camino uno tiene la sensación de viajar a la vez en el espacio y en el tiempo, con paradas en ciudades como Larache, antigua colonia española, que aún conserva los cuarteles con los nombres castellanos y una básilica del Pilar en su calle principal que desemboca junto al mar en una plaza del coso circular que sin duda tenía un uso taurino en su época.
Nuestro paseo por las ciudades imperiales comenzó con una panóramica desde lo alto del Borj Sur, un promontorio desde el que se divisa toda la Medina de Fez, un laberinto de casas blancas y callejuelas estrechas que esconde edificios majestuosos como la Madraza (lease madrasa), el trabajo organizado en gremios de los artesanos, el palacio real y otras maravillas que recorrimos a pie siguiendo los pasos de nuestro buen guía Abdul II, simpático, ameno, instructivo y orgulloso de su tierra.
Fez regala a la vista estampas únicas en la riqueza de las puertas de su palacio, cerrado a las visitas como también lo están las mezquitas marroquíes a los no musulmanes. El paseo por los gremios artesanos permite comprobar la dificultad de la realización de los platos, las puertas y otros elementos ornamentales.
En la medina puedes encontrar desde un pequeño colgante de la mano de Fátima (que previene del mal de ojo y de las envidias ajenas que lo provocan) hasta un trono para una boda en la bonita calle de los carpinteros, pasando por los vendedores de alfombras o de vestidos típicos, hasta llegar al impactante gremio de los curtidores que dejaré para la sección del olfato.
Fez es la capital espiritual de Marruecos, donde se estudia y se transmite el Corán en las Madrazas y mezquitas, una ciudad con un encanto especial y anclada en otro tiempo. Por sus calles se pasean altivos gatos (los hay a miles en Marruecos) y personas sencillas con sus animales. Ya que en la Medina de Fez no pueden entrar vehículos a motor y los mulos y burros siguen siendo el principal transporte para todas las mercancías: butano, material de construcción, alimentos…
El mercado de comida de la medina es un espectáculo de otro tiempo, en el que es difícil fijar la vista entre las cabezas de oveja, las patas de camello o de vaca, los pollos vivos que se sacrifican bajo los mostradores y las montañas de dulces de miel y dátiles. Todo a 40º y bajo la sombra de las cañas y lonas.
De camino a Marrakech, mientras recorres carreteras llenas de ricos campos sembrados y acequias en las que se refrescan los chiquillos y lavan las mujeres te vas adentrando en las montañas del medio Atlas, para llegar a otro misterioso salto en el tiempo y el espacio.
En mitad de las montañas marroquíes se esconde un pueblo sacado de la misma Suiza, impecable, con sus tejados inclinados a dos aguas para soportar las nevadas del invierno y con una estación de esquí cercana, se trata de Ifrane, el pueblo que acoge el centro de estudios internacionales más prestigioso y caro de Marruecos, la Universidad Al Akhawayn, donde estudian las élites del país.
Marrakech te recibe como un oasis de palmeras. A lo lejos se divisan sus murallas rojas y los camelleros acampan en las afueras de la ciudad. Pero esta imagen rural contrasta con la sofisticación oriental de esta ciudad. El lujo está escondido en el interior de la ciudad. Las estrechas calles de la medina dan paso tras las puertas a patios con estanques, reflejos dorados en los adornos y azoteas de ensueño todo a salvo de la vista de los paseantes que no pueden flanquear esas puertas y en contraste con otros lugares menos lujosos y más pobres que conviven puerta con puerta y tampoco son perceptibles a simple vista por el turista.
Fuera, a la vista de cualquiera que pasee por sus calles están los grandes monumentos: la Mezquita de la Koutubia con su minarete de 70m de alto, del s.XII que sirvió de inspiración para la Giralda y que es el edificio principal de la ciudad. Ningún edificio en Marrakech puede superar su altura. No muy lejos, el Palacio de la Bahia, el lugar donde durante 14 años trabajaron los mejores artesanos del país para construir una casa de ensueño para el visir, su favorita (La Bahia o Bella) y sus otras 3 mujeres y más de 20 concubinas. Algunos de sus patios recuerdan enormemente a la Alhambra.
La vida nocturna en Marrakech también es un atractivo para la vista. Es un lugar para mirar y ser mirado. En los bancos de las alamedas las parejas se cortejan bajo las miradas de las carabinas, normalmente hombres de la familia de la chica. Pero en los bares y discotecas el cortejo también es con las miradas y de lejos. Si quieres vivir una aventura en Marruecos hay que dominar un arte perdido en occidente, el de hablar con la mirada.
El resto del viaje para descubrir las ciudades imperiales nos llevó a Rabat con una breve parada en Casablanca, una ciudad que demuestra el poder motivador que tiene el cine. Todos tenemos una imagen en nuestro cerebro de esta ciudad que creemos romántica pero que no responde a la realidad. Dejando aparte su costa, llena de clubs de playa el único atractivo monumental de la ciudad es la Mezquita que el rey Hassan II regaló al pueblo de Casablanca para ofrecerles un referente para la ciudad, aunque pagada con «donaciones» de todos los marroquíes y algunas ayudas del petrodolar. Una obra arquitectónica colosal, es la más grande de Marruecos y la 5ª del mundo, con techos deslizantes y construída totalmente sobre el oceano Atlántico en base al verículo del Corán que dice que «el trono de Dios fue construido sobre el mar». En días de Ramadán, como el que nosotros vivimos, puede llegar a labergar 120.000 fieles.
La capital de Marruecos, Rabat, es una ciudad burocrática con el palacio real rodeado de ministerios que tiene dos puntos de interés muy diferentes: la pintoresca Kashba de los Oudayas, el barrio amurallado situado en el punto más estratégico de la ciudad, con sus casas pintadas de azul y blanco y sus callejuelas que serpentean sobre el mar, y el Mausoleo de los reyes marroquíes, que reposan en una cámara modesta junto a una mezquita y con 4 guardias en la puerta mientras los observan algunos fieles de camino a la oración y miles de turistas que sienten más interés por los pintorescos guardias que por las modestas tumbas de Hassan II y su hermano que escoltan la de su padre, Mohamed V, que preside el mausoleo.
Frente al mausoleo y la mezquita una columnata de la mezquita derribada por el terremoto de Lisboa, acompaña la vista hasta la Torre Hassan, la hermana inacabada de la Giralda de Sevilla.
El olfato
Marruecos pone a prueba también el olfato de los visitantes, para bien y para mal. Los aromas son intensos y diferentes. El aroma más impactante, esta vez para mal, es el del barrio de los Curtidores de Fez. El olor es tan fuerte que te ofrecen hojas de menta para combatirlo (no lo consiguen). Imaginad el olor característico de los bolsos de cuero marroquí multiplicado por mil. Las pieles se curten con orines y excrementos de paloma. Los colores vivos se consiguen con amapola (rojo), azafrán (amarillo) granada (morado)… Una de mis acompañantes, comentando el duro trabajo en el que los obreros se meten hasta las rodillas en los pozos, comentó que nunca volvería a poder oler el cuero marroquí sin pensar en lo sacrificado que es conseguir una de esas piezas.
El contrapunto es el aroma de las especias y mercados. El de los dulces y turrones recién hechos, que se venden por entre las callejuelas de las medinas. Las panaderías, cercanas a los hammam para aprovechar el calor, desprenden el olor a pan recién hecho porque las mujeres llevan allí sus panes a cocer. Y los jardines, que huelen a rosas, a azahar de los naranjos y a jazmin, como los olores que tienen los aceites de masaje de los hammanes.
A medio camino entre el olfato y el gusto se encuentra la ceremonia del té. El té de menta es más que una bebida en Marruecos. Es la forma de dar la bienvenida en cada casa, en cada negocio. Una manera de compartir las horas y las conversaciones de los cafés en las noches de ramadán. Cada vez que huele a té de menta sabes que hay alguien hospitalario en ese lugar.